PILARÍN

Creo que fue una de las primeras mujeres de las que me enamoré (a los 3 años).

Siempre guapísima, siempre riendo. No sonriendo, riendo. 

Este hecho era algo que me fascinaba, porque si ya de por sí es un acontecimiento, en su caso era alucinante. Más que nada porque tenía que ir pegada a una silla de ruedas.

Al principio podía caminar un poquito, se esforzada en ir con las muletas a todas partes, aunque luego terminara agotada. Era tan joven y tan valiente, y tan guapa y tan riente…

Otra cosa que me preguntaba mucho de pequeña era cómo podía estar una mujer tan guapa en silla de ruedas. Qué tontería. Pero me sorprendía soberanamente.

También me encantaba verla conducir con su coche adaptado, con todo en la parte de arriba. Un montón de palancas imposibles que ella manejaba alegremente.

Cuando íbamos de turismo me dejaba montarme en su silla, o me llevaba ella encima. Ambas cosas me parecían un sueño porque nunca me ha gustado andar.

Nunca se supo qué fue lo que le pasó. Un día se despertó y no podía mover las piernas. Con veintimuchos y dos niños pequeños. Un virus dijeron que era. Por descarte, obviamente.

Lo tenía todo y de un día para otro perdió parte de sí misma. Pero no fue la sonrisa ni la actitud.

Era pintora. El cuadro que preside el salón de casa de mis padres es suyo. Una réplica de “Paseo a orillas del mar” de Sorolla. Mi cuadro favorito. Gracias a ella mis padres y yo pudimos ver una exposición de Sorolla en el prado, prácticamente a solas. Mínimas ventajas para tan dura penitencia. Nunca la vi tan feliz y nunca me pareció tan interesante. Realmente era cultísima en este campo.

Pudo haber viajado cómodamente yendo a hoteles que le pusieran facilidades, pero a Pedro y a los demás amigos les gustaba veranar de camping. Era una forma de que los chavales hiciéramos pandilla, estuviéramos libres y los mayores pudieran juntarse y hacer sus cosas de pandillas de mayores.

Nada le frenaba de hacer todo, aunque las ciudades fueran terrenos hostiles llenos de trampas, que no habilitaban pasos, ni rampas, ni otras necesidades para su armadura de ruedas.

Le encantaba nadar. En la playa, iba hasta la orilla con sus muletas y luego se las dejaba a Pedro cuando ya podía estar a flote. Allí no necesitaba las piernas mucho. Podía estar lo que a mí me parecían siglos dentro del agua. Me gustaba verla así, libre.

He conocido pocas personas tan dulces como ella. Con una voz que te envolvía, pausada, casi musical. Tan cariñosa que daban ganas de abrazarla todo el rato.

No podías dejar de mirar a sus dos luceros color mar de pestañas infinitas mientras hablaba. Tenía tanta luz que solía tener la atención. Aunque no le gustaba hablar mucho, prefería escuchar.

Nunca me pareció una persona conflictiva en las conversaciones, pero reconozco que yo jugaba en la liga de los pequeños y ese aspecto lo desconozco.

Era valiente, la más valiente, pero no podría haberlo sido tanto sin su Pedro, que la acompañó siempre y la llevaba al fin del mundo si ella se lo pedía. Que la miraba con adoración que rozaba la devoción día tras día, hora tras hora. A pesar de la prueba tan dura que le había puesto la vida nunca le soltó la mano.

Y así disfrutamos muchos años, pero la vida a veces hace la repartición de formas tan injustas que no se pueden explicar. Y le tocó lidiar con otra lucha. Y luchó. Luchó como sólo la he visto luchar a ella. Y llegó a ver a sus hijos siendo unos hombres fantásticos, vivió sus bodas con mujeres fantásticas y conoció a sus nietos en los años que más felicidad dan.

Hoy te has ido, porque ya necesitabas descansar. Y te entendemos y te soltamos la mano. Pero que sepas que has sido una de las mujeres más impresionantes que he conocido y que conoceré nunca.

Pinta muchas galaxias ahí arriba, Pilarín, porque brillar no has dejado de hacerlo nunca.